Don Gregorio Hernán Pastrana Pastrana

A mi padre:

Mi padre nació el 10 de mayo de 1941. Por equivocación, según nos decía, el registro civil anotó en el libro 11 de marzo, pero no importaba, siempre fue pretexto para que celebráramos dos días seguidos. Mis abuelos le llamaron Hernán Pastrana

Pastrana, con ese nombre le conocí, hasta que años despuéstambién supe que se llamaba Gregorio, pero todos le decían “Hernán”. Me encantaba escucharle decir que, desde que estaba en el vientre de mi abuela Dominga, su destino como político estaba definido, que por la sangre le había heredado su pasión por el servicio público. Con el dedo índice surcaba el espacio e iba más allá: “quien gobierne esta tierra debe amarla y demostrarlo siempre con hechos”. Mi padre decía eso con la dignidad de un hombre cabal que siempre, dijo, “era al pueblo a quien se debía”.
Mi padre amaba la naturaleza. Plantó cientos de árboles a lo largo de su vida, otros los apuntaló cuando el vendaval los tiraba al suelo. Creía firmemente en que podían apuntalarse y retoñar y volver a vivir. Los frutales eran sus preferidos. Cosechó de ellos mangos, limones, naranjas, guanábanas, papayas, zapotes, plátanos, nances, anonas, ciruelas. Plantó otros de flores hermosas como lluvia de oro, flamboyanes, maculix, bugambilias, tulipanes. Cuando traía su cosecha a la mesa, nos decía los beneficios de los frutos, se admiraba de sus formas y tamaños.
Mi padre leía mucho, siempre, desde siempre, demasiado. Podía pasar horas en la librería, en los tianguis, buscando siempre sus temas preferidos, resumiendo siempre sus adquisiciones y novedades adquiridas para motivar la lectura. Mi padre nos decía que la mejor herencia que podía dejarnos era la educación, que teníamos que estar preparadas en este mundo en donde predominaba el machismo, que debíamos saber defendernos y salir adelante con nuestras propias manos.
Su amor por la naturaleza y el interés educativo que siempre conservó, lo motivaron en su administración como Presidente Municipal de Othón P. Blanco, a edificar un espacio de protección a las especies amenazadas, de investigación y reproducción, de recreación y esparcimiento familiar: el zoológico “Payo Obispo” en la ciudad de Chetumal. Quizás, con este hecho, quería que sus paisanos convivieran en familia en un área natural, como lo hizo con nosotras, sus hijas, en el lago del zoológico de Chapultepec, en la capital del País, cuando siendo Diputado Federal, nos llevó innumerables de veces —las que podía—, a caminar, montar bicicleta o remar.
Cuando se dirigía a alguna de nosotras, sus cinco hijas, podíamos sentir ese amor incondicional del padre que siempre fue, ese amor tan grande por su familia que prolongó para sus nietos y bisnietos. Nos hablaba del Chetumal de sus años de infancia, de los barcos que se reparaban en las calles cercanas a la Bahía, de cómo la gente no hizo caso a las advertencias y de cómo muchos murieron ahogados cuando el huracán Janet devastó la capital. Platicaba que, con sus ahorros de las propinas que le daban de la venta que le mandaba a hacer mi abuela de flores, tamales, pan y chupirules, había ahorrado para comprar sus cubiertos de mesa cuando tenía 10 años. De cómo compraba su pedazo de queso de bola y sus barras de pan para comer cuando en la casa se cocinaba pescado, pulpo, y otros mariscos que no eran de su agrado. Nos contaba de las competencias en bicicleta que hacía con un grupo de jóvenes amigos, y cómo una vez tardaron tres días en llegar a Mérida por ese medio. Que en esas tres noches en los pueblos donde descansaban los acogían con cariño, les daban de comer y un techo donde dormir. Que las estrellas se veían como siempre hermosas en el negro camino.
Mi padre nos enseñó a nadar y a remar. Toda su vida practicó varios deportes. Cuando le dio por correr maratones que empezaban en Chetumal y concluían en Bacalar, nosotras le esperábamos dentro del agua. Solamente se refrescaba, se ponía sus aletas y su flotador de cinturón, y cruzaba el ancho de la laguna. Con binoculares, le veíamos alzar la mano desde la otra orilla, saludándonos. Luego, metía en una bolsa de plástico alguna lectura y se lanzaba al cenote, llegaba a una roca que queda justo en el borde abismal entre la laguna y el inicio del profundo hoyo negro, y empezaba a hacer sus ejercicios de dicción. Nuestra tarea era levantar el dedo pulgar de la mano, indicándole que le escuchábamos claramente. Después de esa rutina, pasábamos todos a esos desayunos que sabían a una gloria indescriptible.
Mi padre escribía a máquina, y en la Olivetti que tuvo por muchísimos años, elaboraba cada uno de sus discursos. Muchas veces en mi infancia, cuando terminaba de escribir, me llamaba y me decía: “escucha esto, dime cómo lo ves”. Yo sabía que tendría que escucharlo hablar de cantidades, de cosas que, a mi temprana edad, aún no entendía y, sin embargo, le escuchaba atenta, como él siempre lo hacía con cualquiera.
Mi padre sonreía, divertido, y se sonrojaba cuando nos decía que, para impresionar a mi mamá y llamar su atención, tocaba la trompeta de la banda de guerra, cuando la veía caminar por la escuela. A mi padre le gustaba la música, y a nosotros también. Música de todo género se escuchaba en la casa, él prefería los boleros, la música mexicana. Con su apoyo como gestor, la Estudiantina de la Escuela secundaria “Adolfo López Mateos” grabó varios discos en la ciudad de México. De pequeña mientras jugaba en algún lugar de la casa, encendía el tocadiscos para escuchar la canción de José Alfredo Jiménez, “Canción de cuna”. Él colgaba la hamaca en la sala, y yo me metía en ella para quedarme dormida, mientras nos mecíamos juntos.
Muchas veces, mi padre le decía a mi madre que nos llevaría a pasear la costa del Caribe, y así salíamos a la medianoche. A Tulum llegábamos antes del amanecer. Nos acostábamos viendo hacia el cielo, y cuando salía el sol, nos metíamos a nadar en esa agua de los Dioses. Xel-Há, Akumal, Playa del Carmen, Puerto Morelos y Cancún, eran solo nuestros; la arena, los caracoles y conchas marinas, y las palmeras, también.
Mi padre era un hombre bueno, de esas personas que no le hacen daño a nadie, era querido por muchos —muy querido—, con una memoria privilegiada que se desbordaba cuando hablaba de cualquier tema. Era difícil engañarlo con hipocresías o propaganda discursiva. Le preocupaba mucho la niñez y la juventud. Sostenía que era necesario formar nuevos cuadros para llevar las riendas que el país necesitaba. Una de las frases que más decía era, que la corrupción había agusanado a este país. Esa preocupación lo mantuvo entusiasta para hacer las cosas correctamente.
Mi padre era esa especie de político insobornable que lo hacía mantener su propia ideología y concepto de vida que llevó hasta el campo de la política. Podía ver a quien sea con la frente en alto y las manos limpias, que lo sostenían, y que le valieron para lograr el último de sus objetivos en su carrera al servicio del pueblo que tanto amó. Con la experiencia de sus años y esa habilidad que lo distinguía para ubicar a cada quien, en su lugar; bromeaba diciendo que “era medio psicólogo”. Repetía que cada quien decide cómo quiere que se le recuerde en la historia, e hizo suya también la frase: “No robar, no mentir, no traicionar”.
“México ya no aguanta más la podredumbre en la que lo sumergieron los intereses mezquinos de pequeños grupos de políticos improvisados, de ocurrencia, de moda”, sentenciaba. Mi padre quería que le fuera bien a todos, no sólo a unos cuantos. Explicaba que no porque le esté yendo bien al vecino o a uno, significa que nos está yendo bien a todos. Cuando caminaba junto a él, se sumía en silencio por breves momentos, para retomar la palabra y hablar de la situación política. El aplomo de su voz y ese tono al expresarse, cultivado por años para la oratoria que tanto le gustaba, enmarcaban sus enseñanzas.
Mi padre fue el arquitecto de su propia vida, y también ayudó a muchas personas desde cualquier cargo público en donde sirvió. Su referencia política eran los ideales que enarboló Don Javier Rojo Gómez. Mi padre era muy joven cuando se conocieron. Don Javier, como Gobernador del territorio, estaba convencido que había que formar cuadros de políticos jóvenes emanados de esta tierra. De Don Javier, también aprendió el ritmo de trabajo cuando se servía al pueblo: a la hora que fuera, cuantas veces fuera necesario; el servidor público debía estar pendiente y atento de las necesidades del pueblo. “HPP” y sonreía orgulloso, “Soy un Hombre Para el Pueblo”, decía.
En los últimos meses de su vida, repasaba cómo había sido su esfuerzo por lograr la candidatura por el partido Movimiento de Regeneración Nacional a la presidencia municipal de Othón P. Blanco, Quintana Roo, cargo de elección popular que ganó en las elecciones de 2018 con más de 46 mil votos. “iArrasamos!”, exclamó emocionado con el puño cerrado en alto al filo de la medianoche de aquel domingo 1 de julio de 2018. Lo decía con esa emoción en el rostro que jamás perdió. Poco después, aún emocionado, confesó: “La verdad, cuando me dieron la constancia de mayoría en el Consejo Municipal Electoral, sentí que me invadía en todo el cuerpo un sentimiento de orgullo, así… no sé cómo describirlo”.
Cuando se metió de lleno en el Movimiento de Regeneración Nacional, lo hizo convencido, como estuvo siempre, con la Ideología y principios de su máximo exponente. Fuerte física y mentalmente, enfrentó de nuevo los intereses de quienes buscan solamente la membresía para llegar al poder y sostenerse unos cuantos. Triunfante, continuó esforzándose por convencer a sus oponentes que, el mejor camino, el más digno para un político, era gobernar para todos y no servirse del pueblo. Enarbolaba siempre la bandera de la honestidad y la justicia para todos. Equivocadamente sus opositores se mostraron ante todos, definiendo su historia, lejana al interés colectivo de recuperar el rumbo y salir adelante todos: no mentir, no robar, no traicionar...
Cómo lo recuerdo, presto a responder cualquier pregunta. De pie frente a un micrófono con esa voz serena, sabia, y que guía, producto de la experiencia. Sentado con un libro y una pluma entre las manos. Joven de alma, como él se decía, repitiendo una y otra vez que “el que cree que lo sabe todo no sabe nada”. Afectada su salud de manera sorpresiva, pensaba que no podría cumplirle a quienes depositaron en él sus esperanzas, y yo le respondía que ellos entenderían. Continuaba luchando en esa circunstancia, esa situación imprevista que trastocó sus compromisos y proyectos, que transcendió a su voluntad, y a la rebeldía de su mente y corazón, que le impulsaron para abanderar las demandas más sentidas de los ciudadanos.
Así lo recuerdo a un año de su partida. Un hombre que luchó siempre hasta el final y que cerró sus ojos, como alguna vez me dijo, convencido y satisfecho de haber cambiado cuando menos una de tantas conciencias para luchar por los sueños de todos.